Agepeba//: La periodista Stella Calloni* escribe sobre la reedición del libro “Recolonización o Independencia: América Latina en el siglo XXI”, escrito por Víctor Ego Ducrot y de próxima re-edición conjunta, en la revista Maíz – la cuidada publicación sobre cultura y política de la Faculta de Periodismo de la UNLP –.
La independencia de la colonia española que conquistamos en heroicas luchas fue castrada a fines del siglo XIX, cuando Washington comenzó a aplicar su plan expansionista. A las dictaduras resultantes de la Doctrina de Seguridad Nacional las suceden ahora las democracias de seguridad nacional, surgidas de la doctrina del Conflicto de Baja Intensidad. Control de los medios de comunicación, cooptación de jueces y parlamentarios, financiamiento de campañas, invasión silenciosa a través de fundaciones y formación de militantes de los intereses imperiales son sólo algunos elementos de esta guerra contrainsurgente que enfrenta a Nuestra América al reto de un futuro que deja dos caminos abiertos: recolonización regional o un proceso de liberación amasado en la más inteligente, responsable y creativa resistencia.
Entre los derechos fundamentales del ser humano, la libertad es uno de los más condicionados en pleno siglo XXI. Lejos de las bondades de la revolución tecnológica, que suponía para muchos una liberación del tiempo, de la vida y del conocimiento colectivo en favor del hombre, nos encontramos en un laberinto infernal, con aumento de la desigualdad y la injusticia en el mundo entero, y con planes estratégicos de establecer una gobernanza global bajo el mandato del fundamentalismo imperial, que ha desatado todos sus demonios.
Por eso es importante analizar lo que está aconteciendo en América Latina en este complejo momento histórico, en el que asistimos a la desaparición en varios países de todo lo que se había rescatado y construido en poco más de una década y nos enfrentamos al desafío de un futuro que deja dos caminos abiertos: independencia o recolonización.
En el mundo de la incomunicación, todo está diseñado para remodelar el concepto de libertad hasta vaciarlo. Es el esquema de un capitalismo salvaje que opera ocultándose en los diseños imperceptiblemente brutales de los contenidos de entretenimiento y en el caos de la desinformación casi absoluta, y frente al cual el análisis de la cultura –a pesar de que lo nieguen los teóricos posestructurales– se vuelve más necesario que nunca.
Un grupo de mujeres alzan sus manos al cielo
Se trata de entender que, como señala el colombiano Hernán Vega Cantor en su libro Un mundo incierto, “la cultura está ligada indefectiblemente al modo de producción capitalista por la sencilla razón de que la universalización de la mercancía ha invadido también el ámbito cultural”, pues esa invasión debilita visiblemente el debate acerca de la libertad como valor fundamental del ser humano. Por lo tanto, también se trata de recordar que, como agrega el autor, “la cultura se ha convertido en una poderosa industria mundial, cuyos procesos y actividades son controlados por el capitalismo, de donde se desprende el predominio de la mercantilización plena, lo que debería conducir a emplear nociones tan importantes como las de la alienación y el fetichismo de la mercancía para intentar desentrañar la manera como está relacionada la cultura y el capitalismo”.
En palabras del querido Eduardo Galeano: “Parece increíble, como sacado de una malísima trama de película hollywoodense: vivimos en un mundo en el que hay mayor libertad de tránsito para las mercancías que para la gente; un mundo en el que una vaca del norte vive mejor que un/a campesino/a del sur; un mundo en el que millones viven como exiliados en su propia tierra… Un ‘mundo al revés’”.
En Nuestra América somos dependientes de la potencia del Norte desde fines del siglo XIX, cuando comenzó a aplicar su plan expansionista y castró la independencia del Imperio español que habíamos logrado con heroicas luchas. Y si a lo largo del siglo XX sufrimos las dictaduras resultantes de la aplicación de la temible Doctrina de Seguridad Nacional elaborada por los estrategas norteamericanos en el contexto de la Guerra Fría –en la que un disidente era considerado terrorista–, hoy nos encontramos bajo el esquema de las democracias de seguridad nacional, fundadas en la doctrina del Conflicto de Baja Intensidad que Estados Unidos aplica sobre nuestros países.
Vivimos, una vez más, tiempos difíciles. Nuestros países son sometidos a golpes de todo tipo, y el accionar rápido y furioso de los gobiernos no pro Estados Unidos sino de Estados Unidos que ya tenemos entre nosotros nos coloca ante la necesidad de delinear nuevos proyectos de liberación nacional que tengan la capacidad de responder con absoluta creatividad a los diseños de la guerra contrainsurgente, de baja intensidad y de cuarta generación (psicológica) que se están librando en estas tierras. En este marco, se hace cada vez más intrincado para los pueblos el debate profundo del tema de la libertad.
El atentado a las Torres Gemelas en septiembre de 2001, cuya autoría sigue siendo un misterio, fue utilizado por el entonces presidente republicano de Estados Unidos, George W. Bush, para anular la soberanía de todos los países. Los discursos del poder se asemejaron a los llamados “patrióticos” de Adolf Hitler, y su doctrina de las “fronteras seguras” quedó empequeñecida por el proyecto de “retaliación sin límites”. “O están con nosotros o están con los terroristas”, advirtió Bush, adelantándose a toda crítica y también a la posibilidad de un nuevo síndrome de Vietnam. No hubo periodista en Washington que osara preguntar por la definición de “terrorismo”, teniendo en cuenta que para Estados Unidos esta noción nada tiene que ver con nuestras vivencias. El manejo de la información, especialmente a nivel televisivo, no ayudó precisamente a marcar los límites a cualquier propuesta fundamentalista: sirvió más bien para unificar el criterio extremista de la derecha ultraconservadora, que aparecía cada vez más desdibujada, y caló en muchos sectores de esa sociedad agobiada por la tragedia, el terror y la manipulación.
En un artículo publicado en el New York Times, el entonces jefe de Defensa de Estados Unidos, Donald H. Rums- feld, dijo que el despliegue militar de su país podría tener como “baja” a la verdad. “Incluso el vocabulario de esta guerra será diferente. Cuando se hable de ‘invasión del territorio enemigo’ bien podría tratarse de una invasión a su ciberespacio”, advirtió. Esto lo escribía mientras la supuesta libertad de expresión y el derecho a la información eran cercenados violentamente. Es que, cuando los medios de comunicación están concentrados como nunca, prima la imagen constante y premeditada. Y como ha señalado el italiano Giovanni Sartori, “lo visible sobre lo inteligible lleva a un ver sin entender”.
Un hombre sentado en una silla en una esquina céntrica
De esta forma, el entramado de la desinformación creció aceleradamente en la llamada “lucha del bien contra el mal”. El “mal” podía extenderse sin límites y los “malignos” crecer como hongos. Al proponerse una “justicia infinita” se estaba hablando de “censura infinita” y “guerra infinita”. El mismo presidente Bush dijo el 28 de septiembre de 2001: “A veces se podrán ver nuestros movimientos en televisión, pero otras veces los estadounidenses no podrán ver lo que hacemos”. Y advirtió que la prensa debería actuar “con responsabilidad”, respetando las “limitaciones”, para evitar las consecuencias de “divulgar demasiado”.
En nombre de la guerra contra el mal, todo valía. El gobierno declaró entonces su propia guerra santa y de inmediato en la televisión estadounidense y sus repetidoras de todo el mundo se visualizó “el mal”, es decir, el primer “mal”, ya que otros, presentes en el horizonte, irían apareciendo luego, de acuerdo con la necesidad de ese gran poder que, sin equilibrio alguno y a toda velocidad, puso en marcha, amplificado y globalizado, el diseño de su estrategia para los próximos años: la doctrina del Conflicto de Baja Intensidad –Low Intensity Conflict–. Lo que le hubiera llevado décadas armar se logró en horas.
Así, fue precisamente cuando el pasado había comenzado a ser revisado y en nuestro país prosperaban los juicios para castigar a los culpables intelectuales y directos de los delitos de lesa humanidad, que diversos acontecimientos en América Latina evidenciaron la puesta en marcha de una acción común de Estados Unidos hacia toda la región, con los mismos elementos políticos, económicos y militares, como un calco en cada país. Esto se reproduce con elementos nuevos agregados a la vieja contrainsurgencia. No es sino el diseño programado de lo que Washington calculaba como conflictos a enfrentar en el siglo XXI. Es decir, el diseño de la Guerra de Baja Intensidad (GBI), con su dinámica de “camaleón” para ser adaptada puntillosamente a las estrategias dominantes de esa potencia y el sistema financiero mundial.
Surgida de la doctrina de contrainsurgencia de los años sesenta, la GBI fue rediseñada durante el gobierno de Ronald Reagan, y en estos tiempos, cuando se intenta establecer una dictadura global, se revitaliza al calor de los avances tecnológicos y se ajusta como anillo al dedo a las nuevas estrategias trazadas. “Para los políticos y militares estadounidenses, la GBI no sólo significó la categoría especializada de lucha armada, sino una reorientación estratégica de los conceptos dominantes en materia militar y el compromiso renovado de emplear la fuerza en el marco de una cruzada global en contra de los gobiernos y movimientos revolucionarios del Tercer Mundo”, sostenían los investigadores Michael T. Klare y Peter Kornbluh.
Fueron entonces los atentados terroristas en Estados Unidos los que dieron el pie a que ese esquema de control global –había empezado a diseñarse ante los cálculos de los estrategas que determinaban que la situación social en el mundo se iba a deteriorar profundamente por las injusticias que surgían de la aplicación del brutal modelo económico y de las impagables deudas externas– se extendiera de inmediato. Si ya existía una fuerte acción de guerra psicológica e informativa destinada a crear la “necesidad” de asesoramiento y presencia estadounidense en distintos países –ya sea para combatir el terrorismo o el narcotráfico, o incluso la corrupción–, ahora esto quedaba definido como emergencia mundial. En el momento en que se producen los atentados ya había tropas norteamericanas realizando maniobras en toda América Latina, pero ahora esa presencia se multiplicaba y ya no era difusa o encubierta.
Las encuestas demuestran que las maniobras y las nuevas bases extendidas en el mapa latinoamericano son profundamente rechazadas por las mayorías populares de todos los países, donde crece el sentimiento antinorteamericano por la responsabilidad de Estados Unidos y el poder financiero mundial en la tragedia del avance de la pobreza, la injusticia, la destrucción de los Estados y la perversa recolonización.
La red de fundaciones de la CIA, en colaboración con sus socios europeos e israelíes, se expandió por toda la región para un trabajo de zapa, y sus resultados los observamos en los intentos golpistas de estos años. Desde el de 2002 en Venezuela y el de 2008 en Bolivia, hasta el de 2009 en Honduras –donde el golpe triunfó gracias a la ocupación militar que desde hace tiempo mantiene allí Estados Unidos–, el de 2010 en Ecuador –donde fracasó gracias a la presencia de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR)–, y el de 2012 en Paraguay –al mismo tiempo que otro intento en Bolivia, que no prosperó–. A estos les seguiría la aplicación del esquema del golpe suave o blando en Brasil, a fines de agosto de 2016, por el que lograron destituir a la legítima presidenta Dilma Rousseff sin que hubiera un tanque en las calles. Este es el gran ejemplo del trabajo a largo plazo de fundaciones como la Fundación para la democracia –National Endowment Foundation (NED)–, los institutos internacionales republicano y demócrata –IRI y IDI, respectivamente– y la infaltable Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional –United States Agency for International Development (USAID)–, temible en nuestra historia y ahora disfrazada convenientemente.
Tanto en Brasil como en Argentina, la acción silenciosa de estas fundaciones fue de una amplitud y relevancia insoslayables, pero, a pesar de que varios especialistas en la temática de la dependencia –que obliga a estudiar los pasos del enemigo del cual dependemos– advertimos por todos los medios a nuestro alcance sobre lo que estaba sucediendo, el pensamiento colonial imperante aún entre muchos de nuestros académicos y periodistas les impidió ver la situación. Señalamos además que la potencia imperial y sus acólitos se habían apoderado de los medios masivos de comunicación y que habían creado escuelas especiales, como la policial-judicial que existe en El Salvador, para atender no sólo a policías y fuerzas de seguridad, sino también a jueces y funcionarios del Poder Judicial de toda América. Las ONG de las fundaciones se encargarían de cooptar a jóvenes políticos, dirigentes estudiantiles, empresarios, grandes productores y algunos pequeños, es decir, de operar en los diversos sectores de la sociedad, y también –lo confiesan abiertamente en sus documentos– de infiltrar sectores de izquierda y progresistas.
Ya en los años noventa, en los trazados de la GBI se estableció que se llevaría adelante este nuevo esquema de democracias de seguridad nacional dirigidas directamente por Washington en un proceso de recolonización continental para asegurar el control de los territorios con reservas de todo tipo. Para esto era clave cooptar jueces y empleados judiciales, a los que se invitó en diversas circunstancias a viajes y se les brindaron atenciones especiales, hasta ganar una cantidad suficiente –hay que destacar a los muchos que no entraron en esta compra-venta– para manejar la Justicia de cada país. También era esencial cooptar los Parlamentos, por lo que las ONG se dedicaron a “formar” políticos jóvenes para que fueran sus representantes locales, como antes lo eran los militares. Y han sentado la gallina sobre otros huevos: las llamadas Fuerzas de Seguridad, armadas hasta los dientes con lo último en armas de destrucción masiva y represión interna. Lo estamos viviendo en varios países del continente.
Por último, es importante analizar otro tipo de golpe: el poselectoral, que es lo que vive Argentina a partir de la llegada al gobierno del presidente Mauricio Macri y sus gerentes, todos integrantes de ONG y militantes del proyecto recolonizador de Estados Unidos. Gobiernan para Washington y el sistema financiero internacional, algo que pudo suceder –hay que decirlo– por la debilidad de algunos gobiernos para avanzar con todo el derecho sobre estas fundaciones, por las que entraban millones de dólares para volver atrás el más extraordinario proceso de integración emancipadora que se había logrado en nuestros países. De hecho, el presidente de Bolivia Evo Morales –país que está a la cabeza de las economías regionales–, después del golpe que intentaron contra él en 2008, decidió sacarse de encima no sólo a la DEA (agencia “antidrogas” que cumple funciones de inteligencia), sino también a la CIA, expulsada en 2009 junto con las fundaciones. Eso le permitió dar pasos gigantes. Lo mismo hizo Venezuela, aunque quedaron centenares de ONG que participan activamente en la brutal guerra de desestabilización de ese país, algo similar a lo realizado por Estados Unidos en el Chile del heroico presidente Salvador Allende. Y ni hablar de la continuidad del bloqueo criminal contra Cuba y los nuevos planes de asedio.
En Argentina, después de invertir unos 40 millones de dólares para la “guerra sucia” contra los expresidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner y controlar el 98% de los medios masivos de comunicación, fueron claves el manejo de la Justicia y las alianzas opositoras. De esta manera, financiaron campañas electorales y compraron diputados, como hicieron en Honduras a fin de que el Congreso –que es el que elige a los integrantes de la Corte Suprema– pusiera en el máximo tribunal a la lista de magistrados que le entregó la embajada de Estados Unidos, tal como luego se comprobó mientras la Justicia y los diputados sostenían que no había habido golpe sino una acción “en defensa de la democracia”. ¿Y acaso esto no es también lo que sucedió en Paraguay y Brasil?
Así, la llegada al gobierno de la alianza Cambiemos a fines de 2015 se dio abiertamente de la mano de Washington, como se observó además cuando el fondo buitre de Paul Singer –también del lobby judío de New York– hizo pública la instalación de una “fuerza de tareas” en Buenos Aires –provista de millones de dólares–, entre cuyos integrantes estaban la actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, y Laura Alonso, titular de la Oficina Anticorrupción, ambas en primera fila contra Venezuela, Cuba y todos los gobiernos populares.
En estos tiempos sombríos –no de restauración conservadora, sino de recolonización regional–, la libertad como derecho de nuestros pueblos del mundo sólo puede ser recuperada mediante un proceso de liberación nacional entendido como resistencia inteligente, responsable e imaginativa, para lo cual la unidad, la organización y el conocimiento de las estrategias y tácticas del enemigo –y también de sus debilidades, que son muchas– son fundamentales.
Ningún ciudadano de un país sometido a dependencia y dominación, en tiempos donde se intenta anular la soberanía de los Estados, puede considerarse libre. Antes deberá recuperar su territorio, su cultura, su identidad, su voz, y la memoria infinita de un continente que resiste desde hace por lo menos siete siglos.
*Stella Calloni es una destacada periodista, escritora y poeta argentina.